Roma y los Bárbaros: Metafísica del Imperio
Nuestra tesis doctoral pretendió conocer el alma misma de la Hispania céltica a través de su tradición guerrera. Tanto a nivel de organización sociopolítica y económica, como a nivel de principios, valores y creencias. La tesis doctoral la hemos adaptado al ámbito de editorial para poder publicarla y de dicha adaptación extraemos este fragmento que aquí os presentamos.
En él mismo plateamos la posibilidad de encontrar en la tradición guerrera de la Hispania céltica, una afinidad de fondo entre lo que fue su cultura de jefaturas, y lo que sería en el ámbito de Roma, la ideología del Imperium y el culto al Emperador. Afinidad de fondo que podría ayudarnos a comprender con mayor calado, los procesos de romanización de los llamados pueblos “bárbaros”.
Consideramos importante plantear cual sería la estructura ideológica que sostiene y fundamenta el modelo cultural y de civilización de un Imperio. Planteando no la acepción del modelo imperialista colonial, sino la idea de un imperio civilizador que genera una integración de distintos pueblos en su seno en un proyecto sociopolítico que trasciende y rebasa a éstos. Siguiendo aquí las propuestas e interpretación de Gustavo Bueno (1999).
En este sentido, más allá de una concepción puramente económica de la cuestión, lo que realmente distinguiría a un Imperio no sería tanto una estructura de poder capaz de someter y explotar pueblos y territorios; sino el hecho de que el Imperio no es sólo un estado o un territorio sino también y principalmente, una idea. Una idea de vocación integradora, de ordenación común de pueblos y hombres diversos, conforme a un principio superior civilizador.
Esta construcción del Imperio como orden político supranacional “bendecido” de un ideal superior por lo general de naturaleza espiritual (“bendecido de los Dioses”), parte en el caso concreto de Roma y en primer lugar, del Imperio como la facultad del Imperator. Y con esto queremos decir la jefatura militar o más aún, la “jefatura militar suprema” (Bueno 1999: 183-187).
Es decir, cuando el Imperator comience a ser el instrumento y la representación de la soberanía y su figura sea concebida como la suprema dignidad, entonces alcanzará la categoría de Princeps, es decir primero tanto en poder efectivo como en honor (Bueno 1999: 186). El ejercicio del poder adquiere de este modo un matiz más complejo, más que meramente militar o guerrero, y se convierte en representación y símbolo de “algo más”. Este planteamiento que se inicia con César (Dión Casio XLIII, 44), tendrá su continuidad cuando Virgilio defina la misión de Augusto (Eneida, VI, 851) y diga: “Tu regere imperio populos, Romane memento”. Por tanto, la facultad del Imperio (emanada en este caso de Roma), encarnada en un “Príncipe” llamado a regir distintos pueblos (Bueno 1999: 186-187). Hay que resaltar aquí que en Roma, a los jefes se les consideraba dotados de una virtud mágica cuyos efectos prácticos, se traducían en la obtención de la victoria. Poseían así derecho a tomar auspicios, y en el campo de batalla eran intérpretes de la voluntad divina. Su victoria en este sentido era prueba del favor divino, y justificaba que las tropas aclamaran al jefe como Imperator (Roldán Hervás 1997b: 281). Esta “mística” romana alrededor de la jefatura, como vamos a poder ver, será importantísima para lo que queremos plantear en este apartado.
Del mismo modo la capacidad militar del Imperator y su dignidad de Princeps, (clave en la ideología del Imperio), tiene su correlato subsiguiente en la idea de un espacio sobre el cual se ha de ejercer la acción de ese Imperio. O dicho de otra manera, el ámbito sobre el cual ese poder militar se puede hacer efectivo y por ende, esa dignidad superior también puede ser expresada. Siendo entonces que para una diversidad de pueblos, esa dignidad se constituye como centro superior de poder, y dichos pueblos se convierten en vasallos, en tributarios, en subordinados al Imperio o incluso en “leales” al Imperio. En nuestro caso hablamos de Roma, que llegadas las postrimerías de la República, con César primero, y sobre todo ya con Augusto, se configurará como un poder pero también como una idea transnacional, que vehiculizada por Roma, se expresaría en su Emperador y en el culto imperial.
Nos encontramos llegado este punto, con la propuesta que queremos tratar en este apartado; que la idea de Imperio en su sentido más eminente, es una idea con capacidad de sugestión, evocación y aceptación por los pueblos prerromanos Peninsulares y conforme a su ideología guerrera: El Imperio Romano no es ya un simple estado depredador que se impone por la fuerza de las armas, sino que es expresión de una dignidad superior que los nuevos pueblos integrados en su seno, reconocen como tal. Dicha dignidad superior se plasmaría precisamente en la figura de una jefatura militar suprema, en la figura del Emperador. El Emperador, no solo deviene así en Princeps-primero en dignidad y honor-sino que además, y en virtud de dicha dignidad superior, se convierte también en Pontifex, en el “hacedor de puentes”, en quien une lo Sobrenatural y lo Natural. El Emperador como si fuera un “sumo sacerdote”, un “representante de Dios en la Tierra” (Bueno 1999: 201). La posesión del título de Imperator por el “príncipe”-el “primero” de Roma, su “conductor” y su “guía”-a partir de César y Augusto, conferirá así un prestigio particular: si no el de una divinidad, sí al menos el de una “predestinación” a ser dios. El reconocimiento en él de una naturaleza divina o sobrehumana, que se afirmaba en el curso de su gobierno si no dejaba degenerar su poder en tiranía, y que merecía entonces llegada la muerte, los honores de la apoteosis. Situándosele entre el número de las divinidades reconocidas por la religión oficial (Grimal 2000: 12).
En la base de estos procesos sociopolíticos que alumbran la institución imperial y ponen fin a la República, parecerá permanecer en todo caso el trasfondo de un aura mística en torno a la jefatura, por la cual el príncipe habría sido puesto en el poder por Júpiter. Y esto conforme a una concepción sacra de la Auctoritas que se remontaría a la Roma arcaica e incluso a los etruscos (Grimal 2000: 11). En esta línea parece expresarse el romano Servio (Aeneid. III, 268) cuando dice: “Fue costumbre de nuestros antepasados que el rey fuera simultáneamente pontífice y sacerdote”, e ideas parecidas se estarían dando en el mundo helénico donde desde tiempos de Homero, la tradición repetía que los reyes eran “hijos de Zeus” (Grimal 2000: 12). Incluso quizás estas mismas ideas podrían encontrarse en la antigua tradición céltico-galesa del Mabinogion y en torno al “rey” o el “jefe”, como “puente” o intermediario con lo sobrenatural (Cirlot 1988).
Desde esta perspectiva, el orden político y jurídico que enmarca la idea de imperio, estará determinada no solo por factores materiales o por la posesión y administración de un vasto territorio, sino fundamentalmente por una idea. Idea de orden espiritual que convierte al Imperator en Princeps y a éste, en Pontifex. Todo ello a partir de un concepto de la Auctoritas que termina por unificar poder militar, político y religioso, y cuya supremacía justifica su preeminencia legítima sobre pueblos y territorios.
Así un Imperio no es un reino que se impone a otros reinos y los explota. Es por el contrario un centro y eje que integra y ordena diferentes reinos, manteniendo las élites correspondientes, pero conforme a una integración y lealtad común a un mismo símbolo e institución. Institución que encarna la Trascendencia y cuyo símbolo sería la “corona” imperial. Lo esencial en el Emperador está en que su poder se fundamenta en que encarna un principio espiritual que va más allá de la pura posesión de territorios. Va más allá de lo puramente contingente y está llamado a ser símbolo de la verdadera autoridad, y por ende, “puente” entre “el Otro mundo” y nuestro mundo: Imperator y Pontifex. Siendo entonces objeto de una Fides e inspiración para una Areté, que a nuestro parecer, no será demasiado distinta a la que en origen podemos encontrar en las sociedades de jefaturas de la Edad del Hierro que hemos descrito anteriormente. Sociedades que se integrarán ahora de mano del imperio romano, en una institución sociopolítica de mucho mayor alcance y calado.
La figura del Emperador se configura así como soberano de príncipes y reyes, de caudillos y líderes locales, que reina sobre reyes y no sobre territorios, y al que los reyes rinden obediencia y lealtad como representante de un principio espiritual que trasciende las comunidades cuya dirección asume. Lo hemos visto en la anterior cita de Virgilio (Eneida, VI, 851), y estaría presente como culminación de un proceso de disociación entre el Rex Romanorum, y el Imperator totius Orbis (Bueno 1999: 226).
Vemos de este modo cómo el poder del Emperador y la ideología del Imperio, se manifiestan como un “orden bendecido de los Dioses” en cuya cúspide se aúnan el pontífice, el príncipe y general victorioso. Siendo ésta, una idea que de alguna manera no terminaría de ser ajena al culto a las jefaturas que se practicaba en el mundo hispano céltico, no terminaría de ser ajena al mannerbündprinzip de la “sociedades de jefaturas” de la Hispania céltica, con lo que cómo venimos indicando, podrían entonces amoldarse al proyecto imperial romano sin sufrir una verdadera desnaturalización.
Debemos entender así que el Imperio tiene un fundamento que no se remite a un simple poder material, sino que más aún apunta a un sistema de lealtades y clientelas en torno a un mismo “eje” unificador y vertebrador. Eje que tiene en la figura del Emperador su más alta plasmación, Emperador al cual se rendirá lealtad como representación de un orden querido por los Dioses, símbolo en la Tierra de una realidad Superior y Trascendente, capaz de traer la Pax a los Hombres: “Todo el género humano fue reunido en una paz universal y verdadera” (Floro, Epítome, II, 34). Entramos ya aquí en la sugestiva idea del Dominus mundi, “señor de la Paz y la Justicia”. El Imperio y el Emperador entonces, no como un poder arbitrario y depredador, sino como un poder llamado a regir a los pueblos del Mundo para mantenerlos en equilibrio, convivencia y paz[1]. La institución del Emperador como autoridad que ya no “impera” formalmente en cuanto rey de un estado, sino en cuanta autoridad orientada al “co-orden” de todos los estados incluidos en su propio espacio (Bueno 1999: 187-188 y 207). Roma se presenta de este modo como un Imperio que se eleva por encima de reyes y el interés particular de éstos, y recibiéndolos en su Fides, los protege. Suetonio de modo revelador nos habla así de “reyes clientes” del Imperio (Grimal 2000: 17).
En este sentido no debemos dejar de mencionar cómo el Emperador, unificará poder político, militar y religioso, y que a él le corresponderán los ritos sagrados que como “sumo pontífice”, renuevan y aseguran las armonía de los Hombres con los Dioses. Idea que como ya hemos indicado anteriormente, se daría también en las jefaturas guerreras hispano célticas. El Emperador se convierte así en el eje que en la cima de la cúspide social, renueva y asegura la armonía entre “el Cielo y la Tierra”. Siendo aquí que cobra especial sentido ese “misterio iniciático” en torno a la realeza sagrada-adytum et initia regis-considerado inaccesible al común de los mortales (Varrón, De lingua latina V, 8). De hecho en este pasaje de Varrón, se nos habla de diferentes grados del conocimiento, y de la existencia de unos saberes superiores que solo puede alcanzar el “rey”. En la misma línea entendemos que deberá situarse la virtud taumatúrgica de los Emperadores recogida por ejemplo sobre Vespasiano (Tácito, Hist. IV, 81 y Suetonio, Vespas. VII), así como la investidura divina recibida por Trajano (Hidalgo de la Vega 1995: 123).
De acuerdo a este planteamiento la palabras del propio César son clarificadoras: “(en mi estirpe está) el signo sagrado de los reyes que sobresale de entre los Hombres, y la veneración de los Dioses inmortales, bajo cuya potestad está el poder de los reyes” (Suetonio, Caesar, VI). En la misma línea se interpretaría la suelta de águilas a la muerte del Emperador remontando el vuelo como símbolo del alma que se eleva a las alturas (Dion Casio, LVI, 34) (idea análoga a la que hemos estudiado en el papel psicopompo de los buitres en la Celtiberia), y también en este mismo sentido entendemos que podrá leerse el canto y anuncio de Virgilio a una suerte de “nueva Edad de Oro” asociada al Imperio Romano: “La edad última de la profecía cumana por fin ha llegado. He aquí que renace el gran orden de los siglos. Retorna la Virgen, retorna Saturno (dios de la Edad de Oro) y una nueva generación desciende de lo alto de los Cielos. Dígnate, oh casta Lucina, de ayudar al nacimiento del Niño con el cual la raza del hierro (la raza de la última edad) concluirá y sobre el mundo entero se levantará la raza del oro, y he aquí, que reinará Apolo (…). Vida divina recibirá el Niño que yo canto, y verá a los Héroes mezclarse con los Dioses, y él mismo con ellos (Eclog., IV, 5-10, 15-18).
El tono heroico e intención profética de los cantos de Virgilio y respecto del papel del Imperio Romano, se ven reforzados en los pasajes que hacen referencia a la muerte de la Serpiente (Ibid. 24), a un grupo héroes que afrontará de nuevo la empresa de los argonautas (Ibid. 33), y a un nuevo Aquiles que repetirá la guerra de los Aqueos contra Troya (Ibid. 36). Todo ello imágenes simbólicas de un canto al papel de Héroe en la reordenación y restitución del Mundo, a la Edad de Oro que anuncia y trae Roma.
Llegado este punto de nuestra exposición, la carga simbólica de la idea de Imperio y Emperador, se nos muestra con claridad, y en la misma, podemos ver la fuerza sugestiva que dentro de las coordenadas éticas de las comunidades guerreras de la Hispania céltica-jefatura, Areté y Fides-pudieron llegar a tener el Imperio romano y el culto imperial. Culto imperial que entenderemos intentaba propiciar la idea de una Roma más allá de todo particularismo étnico y religioso, señalando una Fides superior ligada al principio sobrenatural encarnado por el Emperador, y ubicado por encima de toda lealtad específica, ya sea religiosa o “nacional”. Es así que aunque tardíamente y con cierta nostalgia, Namaciano (De red. suo. I, 62-65) evocará una Roma “(capaz de hacer) de los diversos pueblos una única nación”.
[1] En las postrimerías de la Antigüedad y en línea parecida, san Agustín en sus teorizaciones políticas nos dirá que la “Ciudad Terrena”, si no se ordena conforme al ideal universal de la “Ciudad de Dios”, solo se diferencia de una “partida de piratas” en el tamaño.